Los seres humanos son sociales por naturaleza. En el plano evolutivo la raza humana ha sobrevivido y prosperado siempre apoyándose en la colaboración con otros seres de su misma especie. Cuando nuestros ancestros erraban por África, que fue su primer hábitat, la colaboración se antojó absolutamente esencial para tener acceso a la comida, a los refugios y a la protección necesaria frente a eventuales ataques.

La mente humana está diseñada específicamente para forjar relaciones con otras personas. Y buena parte de nuestras decisiones conscientes e inconscientes echan anclas en nuestra necesidad primaria de socializar con otras personas y sentir que pertenecemos a un grupo. Sin embargo, si hace dos millones de años los primeros «homo sapiens» tuvieron que bregar con la enfermedad, los depredadores y otros enemigos, ahora la raza humana tiene frente a sí a un adversario que está radicalmente en discrepancia con su propia naturaleza gregaria: la soledad.

Hoy por hoy la soledad se ha metamorfoseado en insidiosa pandemia que se disemina como un contagioso virus en los países desarrollados y que flagela particularmente a la Generación Z. Los jóvenes de entre 16 y 24 años son las más afectados por el virus de la soledad (más incluso que los mayores de 65 años). De hecho, el 73% de los jóvenes adscritos a la Generación Z confiesan sentirse solos (siempre o solo a veces).

Conviene recordar que la soledad, a menudo ninguneada, es tan nociva para la salud como fumar 15 cigarrillos al día. Además, las personas que sufren aislamiento social son un 32% más proclives a morir de manera prematura.

La Generación Z, tan hiperconectada como solitaria

Es una extraña paradoja que la Generación Z, tan hiperconectada en el universo virtual, esté tan desconectada en el plano social. La red de redes, los teléfonos móviles y los videojuegos han abierto toda una miríada de oportunidades para la conexión. Sin embargo, las interacciones digitales han fracaso a todas luces a la hora de reemplazar las interacciones en el mundo real, explica Kian Bakhtiari en un artículo para Forbes.

Los millennials fueron la última generación analógica y las generaciones inmediatamente posteriores han perdido hasta cierto punto la capacidad de socializar (quizás porque esta no está firmemente imbricada en su ADN, como tampoco lo está la digitalización en el ADN de los «boomers»).

La insoportable soledad que planea sobre el alma de la Generación Z coincide en el tiempo con el declive de instituciones tradicionalmente vinculadas a la forja de relaciones sociales. La asistencia a servicios religiosos, otrora un importante punto de encuentro, ha sufrido un fuerte prolapso en Occidente. Y a ello hay que añadir que la mayor parte de los jóvenes no pueden permitirse el lujo de comprar un vivienda y levantar los cimientos de su propia familia. Además, la denominada ansiedad climática es una fuente constante de angustia para los centennials. La Generación Z está alcanzando la edad adulta en una era fuertemente baqueteada por el colapso social.

Puede que los más jóvenes tengan toda una plétora de oportunidades frente a sí, pero ello ha acabado trocándose para ellos en una insoportable carga psicológica. La Generación Z está sobreestimulada y simultáneamente está a expensas de un fuerte déficit en materia de socialización. Ahí están las apps de citas para demostrarlo. En este tipo de aplicaciones los usuarios descubren entre 50 y 100 posibles parejas al día y ello no les impide estar más deprimidos y más insatisfechos con sus propias vidas. La sobrecarga de oportunidades con la que bregan los más jóvenes explica que muchos estén dando portazo a los ubicuos smartphones para arrojarse en los brazos de las «dumb phones».

La Generación Z dispone además de menos momentos y recuerdos compartidos que las generaciones inmediatamente precedentes. Las experiencias colectivas han perdido fuelle en favor de los intereses individuales. En Japón existe, por ejemplo, el fenómeno de los «hikikomori», jóvenes adultos que eligen apartarse de la sociedad en busca de la soledad extrema. El Gobierno nipón estima que hay más de 1,5 millones de «hikikomori”» pero los expertos están convencidos de que esta cifra es en realidad mucho más elevada, señala Bakhtiari en su artículo.

No parece en modo alguno casual que el fenómeno de los «hikikomori» provenga de Japón, que es una de las sociedades más tecnológicas mundo. La omnipresencia de la tecnología está dando forma a un mundo profundamente deficitario en contacto humano real, que se está marchitando en favor de la sacrosanta conveniencia.

La conveniencia solapada a la tecnología está espoleando la soledad

Cuando acudimos al supermercado, no necesitamos siquiera decir hola y adiós a cajeros de carne y hueso. Basta escanear los productos que deseamos adquirir en cajeros automáticos. Los servicios de «delivery» depositan igualmente la compra en la puerta de casa sin necesidad de que abandonemos nuestro hogar. Y trabajamos de manera remota desde casa comunicándonos con nuestros colegas a través de pantallas digitales. La interacción social casi parece una pérdida de tiempo en el confortable contexto ultratecnológico en el que se desarrollan nuestras vidas. Sin embargo, son las interacciones sociales las que nos definen fundamentalmente como humanos.

Los juventud floreció otrora al calor de espacios físicos con los cafés, los clubes, las bibliotecas y los parques. Hoy en día esa juventud ha reemplazado los espacios físicos por espacios virtuales, que son su particular recipiente para la creatividad y la autoexpresión (a la falta de alternativas analógicas).

La pandemia de la soledad está clavando con saña sus afiladas garras en la Generación Z y ello constituye un desafío de primer orden para las marcas. Al fin y al cabo, el «brand building» y el crecimiento de la cuota de mercado son notablemente más caros en un mundo crecientemente aislado en el plano social. Roblox, Fortnite y Minecraft son los nuevos Mundial de Fútbol, los Juegos Olímpicos y la Super Bowl.

Sin embargo, a diferencia que lo sucede con los medios tradicionales, la gente no vive las mismas cosas al mismo y no hay, por ende, espacio para la memoria colectiva. Además, la obsesión de las marcas por estar presentes (sí o sí) en los canales digitales les impide hasta cierto punto crear momentos mágicos en el mundo real.

La publicidad se valía antes de la creatividad para unir a las personas y hacer que las marcas fueran parte de la cultura popular. Hoy en día la publicidad programática se enfoca a la venta de productos a individuos, no a grupos. Y ello es una oportunidad perdida para crear momentos culturalmente relevantes que ayuden a los jóvenes a batallar contra la soledad.

Paliar la soledad de la Generación Z, una oportunidad de oro para las marcas

En el siglo XXI las marcas y las agencias tienen la oportunidad de inspirar a las comunidades y de equipar a los individuos con las herramientas necesarias para vivir una vida mejor. Dove y sus campañas para espolear la autoestima de las mujeres son solo un ejemplo del poder que tienen las marcas para mejorar las vidas de las personas.

Las marcas disponen, por lo tanto, de los medios y los recursos necesarios para mitigar la pandemia de la soledad que acogota actualmente a la Generación Z. E hincar el diente a esta pandemia (con el último objetivo de erradicarla o al menos atemperarla) es no solo lo correcto en el plano moral sino también lo correcto desde el punto de vista de los negocios.

El primer paso es en todo caso que las marcas comprendan adecuadamente los retos a los que se enfrentan los jóvenes. De lo contrario, se arriesgan a implementar soluciones inadecuadas abocadas a caer impepinablemente en saco y reto. Y el siguiente paso es colaboración con organizaciones, ONG y creadores que están ya abordando el problema de la soledad entre los jóvenes. No se trata de que las marcas ejerzan de heroínas sino de que pongan a disposición sus recursos (que no son parcos precisamente) para inspirar el cambio social necesario para aniquilar la soledad.

La soledad de la Generación Z es un problema de primer social de primer orden y las marcas pueden y deben aplacar esta lacra. Sus clientes (muchos de los cuales están adscritos a la Generación Z) se lo agradecerán y también lo harán sus arcas, porque lo que es bueno para la sociedad lo es también a la postre para el negocio, concluye Bakhtiari.

Esther Lastra

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