Cuando tenía veintipocos años, trabajaba en un gran medio de comunicación y creía que ya había conseguido tachar de la lista tener un buen trabajo. Estaba orgullosa de poder permitirme vivir en Londres, aunque fuera alquilando una habitación en una casa compartida para ocho personas en las afueras de la ciudad.

Mi trabajo me exigía poco. Consistía sobre todo en escribir sobre restaurantes en los que nunca había comido y que nunca podría permitirme visitar. Entonces contratamos a una chica nueva.

Yo era su compañera y mi jefe me encargó enseñarle cómo funcionaba todo y de llevarla a comer a la cafetería del edificio. Pronto nos hicimos inseparables.

Una amistad diferente

He tenido ‘cónyuges de trabajo‘ en el pasado. Como recién una graduada que intentaba hacerse un hueco en el periodismo de revistas de moda, acabé traumatizada con la cantidad de becarios en los «armarios de moda», que es donde los editores guardan las piezas de marca en la redacción, con los que me crucé en esa etapa. Pero la nueva empleada y yo congeniamos de otra manera.

A diferencia de tener un romance, el término «cónyuge de trabajo» se define como «una amistad especial y platónica con un compañero de trabajo caracterizada por un estrecho vínculo emocional, altos niveles de confianza y apoyo, honestidad, lealtad y respeto mutuos», según un artículo de 2015 de los investigadores en comunicación M. Chad McBride y Karla Mason Bergen.

La chica nueva y yo nos hacíamos todas las pausas juntas, soñando en voz alta cómo dejaríamos la empresa para acabar en un sitio mejor. Hicimos el pacto de que quien fuera contratada primero en una revista de moda intentaría conseguirle un trabajo a la otra. En secreto, siempre pensé que yo sería la primera.

Aquellas Navidades nos compramos tazas a juego para todas las meriendas que compartíamos.

Podía permitirse trabajar por tan poco dinero porque vivía en casa de sus padres, a casi dos horas de Londres. A pesar de sus largos desplazamientos, siempre llegaba elegante y bien arreglada, más de lo que yo podía decir con mis 40 minutos de autobús. Me gusta demasiado dormir.

«¿Quieres quedarte en mi casa?», le pregunté una noche después de que un evento de trabajo se alargara.

Ella aceptó encantada. Al poco tiempo, se convirtió en costumbre. Al menos una vez a la semana se quedaba a dormir para evitar el largo viaje en tren hasta su casa.

Como la mayoría de las grandes ciudades, Londres puede ser solitaria, y valoré mucho esa amistad floreciente. Ya no la consideraba como compañera de trabajo más, sino como una verdadera amiga, y las amigas se ayudan mutuamente. Así que cuando me pidió que la cubriera para poder cogerse una baja por enfermedad y poder así trabajar como freelance para una popular revista femenina, lo hice sin dudarlo.

Cuando se abrió la vacante en esa publicación, le presté mi bolso Alexa de Mulberry para la entrevista de trabajo. Siendo 2015, recibió muchos cumplidos por el bolso y me dijo que si conseguía el trabajo, sería gracias a mí.

Aprendí que no existe tal cosa como divorciarse de tu «cónyuge del trabajo»

Consiguió el puesto. Empezó ilusionada a participar en las sesiones fotográficas, haciendo el tipo de trabajos extravagantes con los que yo siempre había soñado. Cada vez que hojeaba las páginas de la revista, su firma me provocaba un dolor familiar.

Sentía envidia, sí, pero sobre todo tristeza por haber perdido a mi amiga. Tuvimos una discusión antes de que se marchara —por mi culpa, en retrospectiva—, pero una vez que su vida se convirtió en las fiestas ostentosas con las que habíamos soñado, dejamos de mantener el contacto.

Empecé a ver nuestra relación como una serie de transacciones de las que ella se había beneficiado: no solo el alojamiento gratuito o el bolso, sino también los consejos que le había dado y las horas que había pasado perfeccionando su currículum.

Pasaron años antes de que pudiera mirar atrás y verlo como el desastre involuntario y desafortunado que fue. Las dos éramos muy jóvenes y ambiciosas.

Ha pasado tanto tiempo que esa herida está cerrada, y me parece bien. Solo me gustaría que la gente tuviera más responsabilidad afectiva a la hora de marcar el final de una relación laboral y conyugal: una «desvinculación consciente», por así decirlo, de alguien con quien probablemente has pasado más tiempo que con la familia o los amigos.

Miriam Pérez

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